domingo, 15 de enero de 2012

Aquel día, en la luna

“Va hacia la Luna... la Luna... quisiera que hoy nadie muriese”


“Quel giorno sulla Luna” en versión original. Lamento no haber encontrado nunca una edición de esta obra en español, ni siquiera sé si existe, pero para quienes conozcan la lengua italiana, vale la pena sin duda leer este interesante documento, a mitad camino entre la crónica periodística y la más pura pasión. La fascinación de Oriana por la luna queda patente en muchas de sus obras, pero en ésta, dedicada exclusivamente al descubrimiento íntimo de nuestro satélite, se desborda. Además de hacernos vivir el despegue como si estuviera sucediendo en el momento en que lo leemos, en vez de hace casi cuarenta y tres años, Oriana hace un relato detalladísimo de los tres hombres que emprendieron la aventura: Armstrong, Aldrin y Collins; de sus mujeres y sus hijos; de sus jefes; del proyecto espacial; de su entrenamiento y preparación; de cada momento transcurrido entre el despegue y el amerizaje tres días después; de los estudios posteriores que se realizaron acerca del material que los astronautas recogieron en la luna. Y me he enterado de cosas muy interesantes.
 
Por ejemplo, la Fallaci habla con bastante dureza de los tres hombres del momento, y desmonta completamente el aura de héroes del siglo en que se vieron envueltos. Nos descubre que eran militares de profesión, que habían participado en varias misiones en Vietnam, y que se limitaban a cumplir órdenes. Ninguno de ellos pidió ir a la luna, simplemente fueron elegidos para ello, y siguieron en todo momento las instrucciones que les dictaban desde Houston, y estas instrucciones incluian los aspectos más íntimos de su vida: cuándo  y qué debían comer, cuándo descansar, hacer sus necesidades, salir de la cápsula, cuántos pasos adelante y atrás... llegan a parecer robots.


Algo que me cabreó bastante es que la NASA, pese a que tomó algunas precauciones al respecto, no hubiera sido capaz de evitar la contaminación lunar de haberse producido. Si  Armstrong y Aldrin, los dos hombres que pisaron la luna, hubieran traido consigo alguna bacteria lunar a la tierra, y ésta hubiera resistido el periodo de cuarentena al que fueron sometidos tras el regreso, podría haber contaminado a la población humana con consecuencias imprevisibles. Sin comentarios.

Por cierto, los tres astronautas llevaban, junto con su alimentación semiliofilizada unas pildoritas que, de ingerirlas, les habrían producido una muerte instantánea en pocos segundos. ¿Para qué? ¿Quién iba a querer morir en la luna? Evidentemente nadie pero....  existía la remota posibilidad de que el motor de la cápsula lunar, la que se posó en el suelo del satélite, no volviera a arrancar tres días después de ser apagado, a la hora del regreso. Y un rescate, por razones obvias, habría sido imposible. La cápsula había sido probada montones de veces... en la tierra. Nadie podía asegurar que su motor pudiera encenderse con normalidad (o sin ella, pero encenderse) sin atmósfera y con una gravedad seis veces menor que en la tierra. Así que nuestros chicos iban bien equipados y preparados para lo peor. Eso sí, por parte de la NASA, dar a conocer este detalle supuso echar leña al fuego del espectáculo yanki que supuso la llegada del hombre a la luna, y al aura de heroísmo que quiso dar a sus hombres. Las pastillitas eran totalmente innecesarias y para demostrarlo Oriana Fallaci expone, en un párrafo absolutamente brillante, varias maneras de suicidarse en la luna, todas ellas inmediatas y sin sufrimiento. Poca utilidad para los pobres mortales que jamás pisaremos el Mar de la Tranquilidad, pero una muestra más de la enorme calidad periodística y narradora de mi querida Fallaci, frente a quien me quito, y siempre me quitaré el sombrero. “Lleno de cerezas”, a ser posible ;-)