lunes, 26 de marzo de 2012

No digas que fue un sueño

“Por un amor que fue cualquier cosa menos simple. Egregia en todo es Cleopatra Séptima. En la plenitud del amor lo era, en su hundimiento lo es más todavía.”

Y menuda hembra debió ser la Cleopatra, poderío donde los haya. Para empezar llegó al trono de Egipto cargándose a varios de sus hermanos y casándose con el último de once añitos, cuando ella tenía veinte. Compartieron el trono varios años y al final se lo cargó también, cuando al ingenuo chaval se le ocurrió decir algo así como: “hermanita, si somos reyes los dos, yo también quiero tomar decisiones” y Cleopatra dijo: “perfecto hermanito, ¡que te corten la cabeza!” Mal aconsejado el chiquillo, muy mal aconsejado.

A partir de ahí Cleopatra, que ya se las sabía todas, utilizó las mejores armas que tenía para gobernar Egipto: su inteligencia y su capacidad de seducción, y ambas las utilizó muy, pero que muy bien. Gobernó Egipto de maravilla, con bastante menos derroche y más justicia que todos sus predecesores, fue una reina que amó a su pueblo y fue amada por él. En cuanto a la política exterior, Cleopatra conocía el idioma y las costumbres de las naciones vecinas, solía sorprender con ello a los embajadores que la visitaban, y mientras dominó las artes del amor y de la guerra, que fue durante casi toda su vida, pudo mantener a su país en paz y a salvo.

Cuando Cleopatra subió al trono, Roma era la nación imperialista de turno, que se estaba expandiendo a golpe de espada por todas sus fronteras, y rozaba ya Egipto. ¿Quién era el emperador de Roma y por tanto el hombre más poderoso del mundo? Julio César, un cincuentón calvito y feo que un día, al desenvolver un regalo de la reina de Egipto se encontró dentro de una alfombra al bombonazo de Cleopatra, de veintiún años, que se lo cameló con dos golpes de pestañas, se acostó con él esa misma noche, y salió de su cama embarazada del príncipe Cesarión y con un tratado de colaboración entre Roma y Egipto firmado por ambos, que garantizaba la no invasión del segundo por la primera. ¿Era lista la tía o no era lista?

Marco Antonio, interpretado por Manu Bennett
Ocho años después, cuando el poder en Roma pasó a Octavio y a Marco Antonio, Cleopatra cometió el único (y el mejor) error de su vida: sedujo al hombre equivocado. Aunque en realidad no fue un error político, simplemente la traicionaron las hormonas, se enamoró y ya sabemos todos que cuando habla el furor uterino, el sentido común se calla. Además, seamos serios, Octavio era un tirillas tontolculo y engomiado, mientras que Marco Antonio era un general curtido en mil batallas y palestras, y estaba muy, pero que muy bueno. Vamos, que no había color. Antonio y Cleopatra se enamoraron al instante, como dos adolescentes, e hicieron una ostentación de su amor completamente esperpéntica: se disfrazaban de dioses y copulaban en público; organizaban orgías con decenas de esclavos, en las que corría el vino y cada uno tenía un papel asignado que debía representar; desatendían los asuntos de estado (sobre todo Antonio) para viajar en su “Goleta del Amor” durante semanas...

Antonio, que estaría muy bueno, pero listo, lo que se dice listo no era demasiado, fue obligado por Octavio a dejar a Cleopatra y a casarse con su hermana Octavia, en un intento de ponerlo un poco firme. Lo hizo, y aquí comienza el magnífico libro de Terenci Moix, pero duró lo que se dice dos telediarios. Cleopatra era mucha hembra como para olvidarla fácilmente, y no tardó nada en volver junto a ella, lo cual le tocó bastante las narices a Octavio, tanto que, consciente de que Cleopatra no sólo gobernaba el lecho de Antonio, sino también Roma a través de él,  les declaró la guerra. Y claro, los dos tortolitos, mucho amor, mucho amor pero para guerras no estaban, y la perdieron en un plis

Antonio además de la guerra perdió la cabeza, se emborrachó, se clavó un puñal, gritó y lloró, quiso matar a todo el mundo. Él estaba hecho para ganar y no sabía qué hacer cuando se pierde una guerra, y menos contra el tirillas de Octavio. Cleopatra perdió la guerra pero no la cabeza, y decidió prostituirse una vez más por Egipto: dejó a Antonio moribundo, se envolvió en una túnica y se fue a ver a Octavio con la intención de seducirlo. No coló, por primera vez en su vida, no coló. Sus treinta y nueve años ya no eran los veinte con los que enamoró a César ni los veintinueve con los que la conoció Antonio, y además Octavio debía de odiarla a muerte porque bella aún era, inteligente aún era, buena estratega y gobernante aún era, y en vez de respetarla y ofrecerle un trato como era costumbre a todo rey vencido, Octavio la humilló sin contemplaciones, y pretendía llevarla al día siguiente a Roma encadenada para ser exhibida allí como un trofeo. Cleopatra le dijo que sí, agachó la cabeza, se fue al mausoleo de su palacio y esa noche montó su última escena de amor con Marco Antonio... y la Muerte como invitada especial.

La muerte de Cleopatra
Por cierto, el libro “No digas que fue un sueño” de Terenci Moix, cuyo título está sacado de unos bellísimos versos de Kavafis, ganó el premio Planeta en el año 1986, muchos antes de que se lo dieran a Carmen Posadas y yo desarrollara de manera instantánea una alergia tremenda a los premios Planeta. Ahora para leerme alguno me tengo que tomar antihistamínicos, ya no me fío ;-)

No hay comentarios:

Publicar un comentario